No creo que ninguno de los improbables lectores se sorprenda si desvelo que este Justiciero de tres al cuarto no es muy aficionado a esas grandes superficies en las que venden de todo, incluida el alma de los supuestos compradores; lo suyo es más del comercio pequeño, esa especie en vías de extinción por mor de los hipermercados por la parte de arriba y por las tiendas de los chinos por la de abajo, con la crisis de salsa tenebrosa; ese en el que mientras duren le saludan por su nombre de pila apenas pone un pie en la puerta, le preguntan por la familia y hasta por el perro, saben lo que suele comprar —y cómo lo cocina y cuándo se lo come— y puede pegar la hebra, que le pierde, más que nada porque así no parece que está en medio de una transacción comercial, que le abruma casi tanto como oírse hablar en lo que parece inglés.
Pero, como en tantas y tantas cosas, se sabe más bien raro, a juzgar por las alegres concentraciones que provocan en sus paisanos, que acuden gozosos allá donde alguna de esas catedrales hace sonar las campanas para congregar a las fieles multitudes, y ello igual ocurre en Murcia, en Orense y hasta en Teruel, que alguna vez no existió.
Uno de los casos más incomprensibles para sus limitadas capacidades es el de los muebleros suecos que se hacen llamar Ikea, aunque no estaría de más tener en cuenta que acaso pese en ello la amarga experiencia que tuvo al principio de su —de Ikea— llegada al solar patrio, e incauto —ahora sí es él, que no se insistirá lo suficiente en hacer patente el dechado de virtudes que se ocultan bajo esa cogotera roja con la que se toca—, pero también curioso, o acaso lo uno por lo otro, se dejó seducir por el novedoso reclamo… y el perentorio emplazamiento conyugal de tapar de modo conveniente un hueco libre hasta entonces ocupado por inestables columnas de libros variopintos, leídos y por leer. Y allí fue, vio y sucumbió, cual Rubicón de pasillos, redirecciones, recovecos, idas y venidas y vuelta a venir e ir, prolijos catálogos, estantes interminables, dependientes esquivos y juguetones, erráticas familias y cajas bulliciosas. Por supuesto que salió sin el mueble deseado, aunque con la cabeza como un bombo, unos cuantos adminículos para arrumbar en un cajón y un marco de fotos de posición insólita y casi estrambótico. Toda una experiencia irrepetible; y así se ha confirmado en lo adjetivo, por fortuna para él y su delicado equilibrio.
Bien, pues aquí tenemos que algún intrépido cliente no solo se ha aventurado a explorar esa abigarrada selva comercial, sino que además lo ha hecho provisto de una cámara —algo por otra parte nada raro, que ya casi todos la llevan en el bolsillo merced a esos teléfonos inteligentes, que no pocos lo son más que sus supuestos dueños— para dar testimonio de que también en esos espacios las tildes sufren la misma suerte que en cualquier otro ámbito: unas veces sí, otras no y casi nunca como ellas se merecen. Aunque este Justiciero no sabe qué es más triste, si aguantar esas oxítonas lámparas —que no cree que sea cosa del diseño, mas todo podría ser, que esto sí que es un misterio y de los gordos— o tener que encargar un sufrido y amistoso cojín por un frío y largo y punteado número identificador (lo de menos es si es estocolmés, ¿es esto?, o si el símbolo del euro abre el desfile del precio). Para un corrector desde luego que esa espuria transformación fonético-identitaria puede arruinarle el día y dar al traste con la oferta; es lo que tienen las almas sensibles.
En cuanto a lo del cartel, la verdad es que veo que tampoco sabe —la cercanía socrática yo sí sé que le embarga— si es en realidad un problema de tilde, del mismo tildador desafinado, o de orden funcional de los elementos: si fuera el primero, nadie puede dudar de que lo que hace la exposición es continuar, así que lo propio sería «continúa exposición», si bien no es un error tan grave como lo habría sido equivocar el sentido de la punta de la flecha, que trazos son todos a fin de cuentas; si el segundo, todo menos improbable en un centro ikeo, habría que alterar el orden para que se entienda mejor como es: «exposición continua»… continua e interminable, por Odín, que estos suecos se hacen notar poco, pero cuando lo hacen lo hacen a lo grande y para que te lo trabajes tú. Aunque este Justiciero prefiere darle carrete a un carpintero de virutas, serrín, metro articulado, sempiterno pitillo y lapicero plano diestramente sostenido por el pabellón auditivo, y que el mueble salga de sus manos mientras él huelga: vamos, hacerse el sueco, nunca mejor dicho.