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Esta semana he tenido que cambiar mi habitual capa de supercorrector por un modelo impermeable; por fin han llegado las lluvias y, aunque vienen muy bien para aliviar la sequía que afectaba a buena parte de España, también pueden causar estragos cuando caen sin control (qué puedo añadir que no sepamos ya a estas alturas…). Entre aguaceros y paraguas, he caído en la cuenta de que esto de corregir textos no es tan distinto de la que está cayendo ahí fuera.
A veces, un texto necesita un buen repaso, como la tierra seca necesita el agua. Unas correcciones bien aplicadas pueden devolverle el brillo y la claridad que merece. Sin embargo, no todo vale; hay quienes creen que corregir un texto consiste en lanzar sobre él un aguacero de cambios sin ton ni son, como si hubiera que arrasarlo todo para que quede bien, y nada más lejos de la realidad.
Al igual que una lluvia suave nutre el suelo y lo revitaliza, una corrección cuidadosa hace que un texto fluya con naturalidad y precisión. En cambio, cuando la corrección se interpreta como un diluvio de tachones y modificaciones sin criterio, el resultado puede ser catastrófico. He visto textos donde, tras una corrección excesiva, apenas quedaba rastro de la voz del autor, que quedaba completamente arrasada.
Por otro lado, tampoco podemos pecar de tímidos y limitarnos a pasar de puntillas por el texto, apenas rodeando los «charcos», cuando realmente necesita más intervención. Dejar errores, incoherencias o frases confusas por miedo a que el estilo se vea afectado es como esperar que un par de chaparroncillos acaben con una sequía: no basta. Es necesario saber cuánto corregir, cómo hacerlo y hasta dónde llegar sin pasarse ni quedarse cortos.
Aquí es donde entran en juego la formación y la experiencia. Lo mismo que una persona, por el simple hecho de llevar un paraguas, no es capaz de controlar la lluvia, alguien que se apoya solo en su instinto y en lo que recuerda de la norma no puede corregir un texto con el discernimiento necesario. Muchas personas se lanzan a corregir sin tener la formación adecuada ni conocer en profundidad las normas y los usos del idioma, de modo que incurren en modificaciones poco justificables, correcciones insuficientes o, peor aún, errores. Porque la lengua está viva y cambia, e incluso alguien con formación que no está al tanto de las últimas modificaciones de la norma puede dejar el texto atrapado en un charco de incorrecciones.
Esa es la misión de todo profesional de la corrección: encontrar el equilibrio. Un texto bien corregido es comparable a un terreno recién regado. Por eso, esta semana me veréis con mi capa impermeable, dispuesto a evitar riadas de correcciones mal gestionadas y sequías de revisión.
Así pues, ya sabéis: si vuestro texto está pidiendo a gritos un poco de lluvia lingüística bien administrada, dirigíos a vuestro corrector o correctora profesional de confianza. Se encargará de que el texto reciba justo lo que necesita, ni más ni menos.