Imagen: Gerd Altmann en Pixabay

Estaba a punto de corregir un informe —de esos que uno saborea como un café fuerte, lleno de comas mal puestas y anglicismos innecesarios— cuando la pantalla se quedó en negro.

Primero pensé que era un simple apagón de los habituales, de los de «ya volverá dentro de un rato». Pero no lo hizo. Con la luz, se fueron la pantalla, el portátil, la conexión a Internet, el teléfono fijo, el móvil, el microondas y hasta la caldera (ah, esas calderas de gas, pero con extractor eléctrico sin el cual no funcionan). Nuestro hipertecnológico siglo XXI se había desconectado de un plumazo.

El silencio era denso. Los dispositivos, cadáveres fríos. Durante lo que me pareció una eternidad, miré mi reflejo oscuro en la pantalla apagada como quien mira un oráculo sin respuesta. Sin embargo, si algo he aprendido en años de lucha por la palabra bien escrita es que tener un plan B nunca está de más.

Fui directo a la estantería y allí estaban, firmes como centinelas, el Diccionario panhispánico de dudas, la Ortografía de la lengua española y el Manual de estilo de Martínez de Sousa, entre otros. Libros con peso, con olor a papel y tinta, con ese poder silencioso de lo que no necesita enchufe para existir.

Tomé el primero con solemnidad y lo abrí. Pasé las páginas con los dedos y entonces recordé que eso también es corrección. Fue la única opción durante mucho tiempo y ahora volvía a serlo si quería continuar con lo que tenía entre manos.

En aquel momento, mi magnífico ordenador con doble pantalla era poco más que un pisapapeles caro. Pero tenía un boli rojo, un taco de folios impresos —herencia de quien creció en un mundo analógico y siempre piensa en los «por si acaso»— y el hábito de buscar respuestas en las fuentes oportunas.

Corregí a mano. Subrayé, taché y anoté márgenes. Me detuve en cada frase como quien camina por un sendero conocido, pero con nuevos ojos.

El ritmo cambió. La lectura se volvió más consciente. Mis dudas se iban resolviendo no por la inmediatez de una respuesta rápida, sino por el ejercicio de reflexionar. En ese hueco, la corrección volvió a ser lo que siempre ha sido en esencia: una actividad humana, lenta, sensata, precisa.

Al cabo de un rato de máxima productividad gracias a la ausencia de distracciones digitales, decidí hacer una pausa. No había timbres, claro. Sin electricidad, lo que sí funcionaba eran los nudillos contra las puertas.

Toqué en la puerta de los vecinos de al lado.
—¿Todo bien? ¿Necesitáis algo?

Fuimos creando, casi sin darnos cuenta, una cadena de contacto humana y sencilla: puerta a puerta, gesto a gesto. En poco rato, nuestra comunidad de vecinos hizo gala de lo que de verdad significa ser comunidad.

Así me enteré de que la señora del 5.º B no podía bajar porque tiene problemas de movilidad y de que el chico del 3.º C tenía una linterna solar con cargador que puso a disposición de quien necesitara cargar algo. Bajé las escaleras —no había ascensor, por supuesto— y ofrecí lo que tenía: una vela, cerillas, mi cocina de gas para calentar lo que hiciera falta y mis libros en papel. La señora del 4.º B quiso compartir una botella de vino y su transistor a pilas, y el niño del 2.º A, que tiene dificultades de visión, pidió que alguien le leyera cuentos en voz alta, pues no funcionaban sus audiolibros en la tableta (y la vista de su abuela no está para muchos trotes).

De pronto, sin pantallas, sin notificaciones, sin esa sensación de estar siempre llegando tarde a todo, la vida recuperó su textura real. Se trataba de redescubrir el valor de lo tangible, de lo que permanece cuando lo digital falla.

Esa tarde me di el lujo de releer un capítulo de Cien años de soledad. De comer sin mirar la pantalla. De respirar. Comprendí que muchas de las prisas con las que vivimos están infladas por lo digital. Que hay asuntos que no pueden esperar, pero otros que pueden hacerlo perfectamente hasta mañana.

Y no pasa nada.

Fue un día sin reloj. Sin la dictadura de lo urgente. Sin el zumbido constante del deber.

Ese día, lo más avanzado fue volver al origen. Y aunque muchas horas después volvió la luz y, con ella, el router, los mil mensajes acumulados y la velocidad de siempre, yo ya había recordado lo más importante.

La tecnología es útil, sí. Pero lo que nos sostiene de verdad, cuando todo se apaga, es lo humano.

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