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Ayer mismo se anunció la elección del nuevo papa: el estadounidense Robert Prevost, que ha tomado el nombre de León XIV. Y sí, como cada vez que aparece una figura histórica con números romanos, algunos medios e internautas reinciden en lo de León 14. Qué queréis que os diga: me tiemblan hasta las canillas.

Con todo, dejemos a un lado el irrefrenable impulso de empezar por la corrección pura y dura, porque esta elección invita a reflexionar sobre la tensión entre tradición y evolución, tanto en la Iglesia Católica —y en la jefatura de Estado del Vaticano, claro— como en el uso de la lengua. Ahí, amigos míos, es donde entro yo: Justi, el Mítico Corrector Justiciero, vigilante de la palabra bien usada, aunque esta a veces se desdibuje entre tanta fumata.

Nuevo papa, nuevo ciclo

El ritual es siempre el mismo: cónclave, humo blanco, campanas, Habemus Papam, el nuevo nombre. Pero lo que parece inmutable es, en realidad, profundamente significativo, porque cada papa inaugura una etapa distinta, con su propio tono, sus prioridades y su forma de ver (e influir en) el mundo.

Lo mismo ocurre con el lenguaje. Conservamos las estructuras que lo sostienen, pero renovamos los usos, actualizamos las formas e incorporamos voces nuevas. Por eso, cuando corregimos, el objetivo no es grabar nada en piedra, sino que buscamos que un texto evolucione sin perder su identidad. Y es que la tradición, cuando es fértil, no impone: inspira.

Lenguaje litúrgico: entre lo eterno y lo editorial

No es casualidad que, a estas alturas del siglo XXI, sigamos diciendo Habemus Papam, una fórmula que se lleva empleando desde el siglo XV. Su uso no necesita traducción porque habla desde la solemnidad. Los latinismos no desaparecen: se conservan porque comunican algo que otras lenguas o registros no alcanzan a expresar.

Por eso, cuando alguien escribe León 14, además de herirme en el alma correctora, hace que se pierda ese vínculo simbólico con todo un linaje de papas, reyes y emperadores. Los números romanos en nombres propios no son ornamento: son tradición hecha código.

Así pues, insisto: en los nombres de los papas, nada de cifras arábigas. Se escribe León XIV (pronunciado, eso sí, «catorce» y no «decimocuarto»). Porque la forma también transmite autoridad. Al fin y al cabo, el estilo no está en los detalles: ellos constituyen el estilo.

León: nombre con historia (y mensaje)

No es la primera vez que alguien escoge el nombre de León para ocupar el trono de san Pedro, pero la elección del nuevo pontífice evoca sobre todo la figura de León XIII, uno de los papas más influyentes de la historia moderna. Fue él quien publicó Rerum novarum, el texto que sentó las bases de la doctrina social de la Iglesia Católica y abordó, con valentía, cuestiones como el trabajo digno y la justicia social.

Y quizá os estéis preguntando qué tiene que ver esto con la corrección. Pues más de lo que imagináis, porque elegir un nombre también es un acto de comunicación. Como ocurre al elegir una palabra en un titular o al redactar una dedicatoria, el nombre fija el tono, señala una intención y esconde matices que van mucho más allá de las letras que lo componen.

Palabras que fundan y corrigen

Tanto en la Iglesia como en la lengua, los gestos formales importan. El uso de una expresión, una mayúscula bien colocada o un número escrito correctamente no son detalles menores, sino hilos que nos conectan con un pasado compartido y un presente en construcción.

Como corrector, mi trabajo no es preservar por inercia y abrazar lo establecido sin reflexionar sobre ello, sino cuidar con conciencia. Porque una coma puede evitar una herejía sintáctica y un número romano, sostener siglos de sentido.

Después de todo, ya sea en la cátedra de san Pedro o en la mesa del corrector, elegir las palabras adecuadas es un acto de precisión, pues su sentido suele ir mucho más allá de lo visible.

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