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Del corrector de estilo y del valor de la palabra

Del corrector de estilo y del valor de la palabra

El editor mexicano Sergio Macías reflexiona sobre la labor del corrector de estilo y su relación con las palabras en el número 8 de la revista Deleátur.

La corrección de estilo es un oficio fascinante. Basta leer en la prensa un texto con errores para ver lo que ocasiona su rele­gamiento. Hay que ser enton­ces insensible para no batallar por la restitución de su impor­tancia. La labor del corrector de estilo es tan valiosa que abruma oír a quienes la juzgan inocua, superflua, tan fácil que a cualquiera puede encomen­dársele…

«El corrector pone su oficio al servicio del escrito, igual que el relojero echa a andar nuevamente la maqui­naria que da la hora y los minu­tos.»

La luz que irradia un texto pertenece al autor, sí, pero esa luz nos ilumina una vez que ha pasado por el arduo tra­bajo de edición, en el que se contrasta la veracidad de los datos, se elimina la información innecesaria, se libera el texto de las ataduras del error idiomático, de la falta de concordancia, del extravío del acento, del retruécano… La industria editorial olvida y el lector no sabe que un apasionado de la palabra estuvo ahí, en las calderas del galeón, en las galerías de las minas, encontrándole los tres pies al gato que persigue y anula a la rata, digo a la errata.

«En este oficio a menudo hay que tirar con la esco­peta uno que otro insistente y escurridizo pato, pero no hay que confundir el trabajo del corrector de estilo con el de un simple cazador de gazapos.»

Tampoco es justo comparar su función con la del empleado que con alguna destreza envuelve y pone el moño a los regalos. Este como aquel son trabajos sin duda dignos; pero la tarea del corrector es el regalo mismo, así haya autores que no lo reconozcan porque ni siquiera lo saben. «Qué bonito me quedó mi ensayo», suelen decir sin siquiera haberlo leído una segunda ocasión (¿o una primera?) antes de «terminarlo».

Leo en internet cinco reglas para editar un texto cuyo resumen pongo a la consideración del lector. Son de Gardner Botsford, edi­tor de The New Yorker: a) un buen escrito requiere la inversión de una cantidad determinada de tiempo, ya sea por parte del escri­tor o del editor; b) cuanto menos competente es el escritor, mayo­res serán sus protestas; c) se reco­noce a un mal escritor si utiliza desde el principio la expresión «Nosotros, los escritores»; d) la primera lectura de un manuscrito es la más importante; e) editar y escribir son artes totalmente diferentes: un buen editor es un mecánico; un buen escritor es un artista. (Pero hay artistas que trabajan como mecánicos…).

«Quien corrige el estilo emprende varias lecturas dis­tintas, hasta dejar el texto sano, limpio y fluido, es decir, comprensible.»

El revisor ha de entender lo que el autor dice e incluso inferir lo que quería decir; se detiene en cada palabra y cada letra para, en su caso, enmendar el yerro, la falta de acento, los dobles espacios. Una lectura general del escrito al principio ayuda. Horas de trabajo culminan en un buen texto, el cual, además –a veces para colmo–, ha de conservar el estilo de quien lo tecleó. Si el corrector descubre en esa primera lectura que algo anda mal, verá al final que en efecto estaba mal. Si caminaba como pato, tenía pico de pato y parecía pato, era pato (y había que bajarlo de un escopetazo).

La palabra es consustancial al ser humano. «Somos hablados», decía Lacan. En el Centro Nacional de Eva­luación para la Educación Superior (Ceneval) se le da a la palabra el valor que merece. Por eso persiste en su estructura un grupo de profesionistas apasionados de la palabra, cuyo trabajo es doblemente complejo porque los textos que corrigen son, entre otros documentos, los miles y miles de reactivos que conforman los exáme­nes, los cuales no fueron escritos por un autor sino por muchos, comprenden un sinfín de temas, están dirigidos a públicos diversos y provienen de entornos diferentes.

«Si bien en el Ceneval no perde­mos de vista a la Real Academia Española, en lo que concierne a algunos vocablos solemos prefe­rir las particularidades del habla de México»

Algunas normas ya obsoletas o contradictorias no se ajustan a la singularidad lingüís­tica de los hablantes, quienes en todo esto son los que deben lle­var la voz cantante. Pero ese no es el tema de este artículo, sino el del corrector de estilo, especie en peligro de extinción si no se le da el valor que merece.

«Los ojos del corrector oyen, piensan y hablan», dice la académica argentina Ali­cia María Zorrilla. Para lograrlo, este profesional ha adquirido una óptima formación académica, está informado en los asuntos del mundo actual y es vasta su cultura general. Es también un gran lector: de perió­dicos, libros, folletos, blogs, memes y hasta volantes o menús de restaurantes (cuando la quincena lo per­mite). Lo hace por costumbre, por defecto, por pasión, para estar actualizado y porque es un vigilante de las palabras. (En los torreones del idioma se apostaban los vigías).

Sergio Macías es editor y miembro fundador del Ceneval (Centro Nacional de Evaluación para la Educación Superior), asociación civil no lucrativa que desde 1994 diseña y aplica en México pruebas estandarizadas. Ha sido editor y corrector de estilo en el Instituto Latinoamericano de la Comunicación Educativa y en varias editoriales e instituciones mexicanas. Ha publicado dos libros de poesía: Respiración de flautas (1984) y En calles como espejos (2013).

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