Terror en el Word anotado, horror en el Drive compartido

Imagen: Aleksandar Cvetanovic (Pexels)

No sé si creéis en fantasmas, pero yo sí. En los de Word, sobre todo.

Los veo cuando abro un archivo nuevo: las comas vagan sin rumbo, hay tildes que desaparecen misteriosamente, de repente los espacios que multiplican sin control… Y ahí estoy yo, con mi taza de café —casi siempre frío— y el diccionario a mano, listo para una jornada de auténtico pánico lingüístico.

Hoy os traigo cuatro historias reales de miedo, protagonizadas por textos que deberían haber incluido los servicios de un exorcista en la tarifa.

1. El manuscrito maldito

Una editorial me lo envió con un mensaje aparentemente inocente: «Está muy bien; apenas encontrarás erratas». Mentira.

Nada más abrirlo, me pareció incluso que Word lanzaba un grito ahogado. Ante mis ojos, se sucedían frases sin sujeto, párrafos que se negaban a morir, mayúsculas aleatorias y un desfile de puntos suspensivos que parecían haber salido de una sesión de espiritismo.

Cada vez que introducía un cambio, me daba la sensación de que aparecían tres errores más. El documento parecía estar riéndose de mí. Todavía hoy recuerdo aquel encargo y vivo con miedo de que el ordenador se me rebele, capitaneado por el corrector de Word, y tome represalias.

2. El ataque de los dobles espacios

Pensé que sería un texto tranquilo: corporativo, civilizado; casi aséptico. Solo tres páginas.

JA.

Borraba un doble espacio y aparecían dos más, como si fueran Gremlins mojados. Me aferraba al comando «Buscar y reemplazar» como si me fuera la vida en ello.

Aquella noche aprendí que los dobles espacios no se eliminan sin más: hay veces que parece que se invocan. Desde entonces, tengo siempre una estampita de la Ortografía de la RAE cerca del monitor. Por si acaso.

3. El cliente que volvió del más allá

Entregué el trabajo. Todo limpio, pulido, con aroma a corrección recién hecha (y un poco a café recalentado también, que ya me conocéis). El cliente me felicitó, me dio las gracias y desapareció en la nebulosa digital.

Semanas después, reapareció con un correo inocente: «He hecho unas pequeñas modificaciones, ¿podrías echarles un vistazo rápido?». Confiado, le dije que sí.

Abrí el archivo y… solo os diré que podrían haberme contratado en la película Scream y no precisamente de extra.

Todas las erratas que había desterrado estaban de vuelta. «Haber» ondeaba orgulloso donde antes había escrito «a ver»; los gerundios se habían multiplicado como los panes y los peces, los adjetivos se habían reencarnado en adverbios y el texto despedía un desagradable tufillo a cadáver lingüístico. Ni con la RCP más intensa tenía salvación.

Desde entonces, guardo mis copias con sal gorda y hago copia de seguridad en tres discos duros distintos. En todos tengo tengo también un JPG con la portada de la Ortografía de la RAE a modo de estampita virtual, que nunca se sabe.

4. El PDF poseído

Sí, acepté corregir directamente sobre un PDF. Lo sé, no me juzguéis; todos hemos pasado por esa fase oscura y yo había confiado de más en que mi aplicación no es un lector cualquiera, sino un editor de PDF con muchas opciones.

Sin embargo, el archivo no dejaba seleccionar texto, los comentarios flotaban en el aire como almas perdidas y, a medida que anotaba, el archivo iba pesando más… y más… y más.

Cuando terminé, el documento ocupaba 300 MB y parecía tener vida propia. Se cerraba solo, se bloqueaba y, a veces, os juro que el cursor volvía a la página 13 sin que yo tocase nada.

Se lo mandé al cliente y me contestó: «No se abre. Creo que el archivo está dañado». Lo subí a Google Drive y fue aún peor; por más que digan que los PDF conservan el formato, este se convirtió en un amasijo de caracteres raros sin cura aparente.

¿Dañado? Me temo que más bien parecía endemoniado.

Desde entonces, cada 31 de octubre hago limpieza digital: borro archivos antiguos, rechazo correcciones en PDF y, sobre todo, dejo una vela encendida junto a mi estampita de la RAE. Después de todo, los verdaderos monstruos no están en los cuentos, sino en esos textos cuyos errores parecen cobrar vida. Y, mientras estos existan, no dormiré tranquilo del todo.

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