Foto: cottonbro studio
Hay ocasiones en las que, como humanos que somos, hacemos lo que podemos, pero la chispa creativa no acompaña. En mi caso, a veces abro el documento, me quedo mirando el parpadeo del cursor y, aunque tenga ganas, no veo más allá de un amasijo de letras. Si me toca escribir en vez de corregir, no logro dar forma a nada mínimamente digno. Así, por muy profesional de la lengua que sea, es algo que puede sucederme (como a todo el mundo).
La semana pasada pasó justo eso. No hubo artículo. Nada. Cero. No solo porque teníamos varias cosas importantes que anunciar (una nueva formación, la nueva edición de Corrigere…) y no era cuestión de saturar, sino porque, aunque yo quería escribir, no me salía nada que no sonara a «piloto automático». En un oficio en el que vivimos de cuidar cada coma, lo último que quiero es publicar por publicar.
Hoy día se habla mucho de productividad, de cómo optimizar tiempos, cómo sacar más trabajo adelante en menos horas… Yo, en cambio, cada vez tengo más claro que la verdadera productividad empieza por saber levantar el pie del acelerador. No somos máquinas ni, desde luego, creo que eso sea algo a lo que haya que aspirar.
A veces lo más profesional que podemos hacer es parar. Cerrar el archivo, apagar el monitor, dar una vuelta, cultivar el ocio sin culpa —ese que siempre dejamos para «cuando acabe este encargo»— y dejar que nuestra cabeza respire. Porque, cuando no descansamos, se nota: el estilo se vuelve monocorde, el criterio se vuelve complaciente y la paciencia se termina agotando.
Volver con la mente fresca es una inversión, no una pérdida de tiempo. Es lo que nos permite mantener la atención, corregir con cariño, traducir con intención, revisar con criterio y seguir dignificando el oficio sin que se nos apelmace el ánimo.
Hoy os cuento esto desde la más absoluta honestidad profesional: si la semana pasada no hubo artículo es porque necesitaba silencio para poder volver con palabras que merecieran la pena. Igual que descansamos la vista, deberíamos descansar también la lucidez. Y, lo que son las cosas, resulta que funciona.
Aquí estoy de vuelta. Con fuerzas. Con ganas. Con las tildes afiladas y los diccionarios a mano. Y, sobre todo, con la certeza de que parar a tiempo también es un acto de amor por las letras.
