Foto: Gül Işık (Pexels)

No soy alguien que se asuste fácilmente; sin embargo, hace unas semanas tuve que salir al mundo —ya sabéis, ese mundo lleno de mayúsculas amenazadoras y comas asesinas— y acabé con un temblor en el párpado derecho que me duró varios días.

Mi primera parada fue un juzgado. En cuanto hojeé el primer auto, me encontré con un rosario de frases como la siguiente:

«La Parte Recurrente presentó su Recurso contra el Acuerdo emitido por la Autoridad Competente, conforme a lo dispuesto en el Artículo 47 del Reglamento…».

Aquello no era un texto, sino un despliegue de dignidad léxica. Las mayúsculas no estaban ahí por descuido: se habían instalado con solemnidad, como si gritaran: «¡Aquí estoy yo! ¡Soy importante!».

Después pasé por una notaría; tenía que revisar unos documentos de compraventa. Así rezaba el principio de uno de ellos:

«El Vendedor acuerda con el Comprador las Condiciones Generales del Contrato, que deberán aceptar ambas Partes…».

A esas alturas, tenía claro que las mayúsculas no eran simples recursos gráficos, sino una especie de jerarquía invisible: si algo iba en minúscula, no importaba tanto.

Me dije: «Justi, ¿te estás volviendo sensible? ¿Acaso no sabías que en algunos sectores esto es práctica habitual?». No dejaba de ser cierto.

La guinda del pastel me la encontré en la universidad. Artículo académico, bien escrito, bien argumentado, pero plagado de frases como esta:

«El presente Estudio parte de la hipótesis de que la Ciencia requiere de un marco Epistemológico actualizado…».

Ahí sí que me llevé las manos a la cabeza, porque ni la epistemología ni la ciencia necesitan esa mayúscula tan… entusiasta. A lo mejor solo querían impresionar a la comisión evaluadora, ¡vayan ustedes a saber!

Ahora, un poco de gramática:

La RAE desaconseja el uso de mayúsculas llamadas «de relevancia» o «de respeto» cuando no hay justificación gramatical o normativa. Es decir, las mayúsculas no deben usarse solo para enfatizar conceptos supuestamente importantes.

Según la norma, deben ir en mayúscula:

  • Los nombres propios (Lola, Bruselas, Banco de España).
  • Las siglas (ONU, FMI).
  • Los títulos de obras, instituciones o departamentos (pero solo la primera palabra significativa, salvo usos institucionales específicos).

No deberían ir en mayúscula:

  • Los sustantivos comunes como contrato, acuerdo, autoridad, comprador, cliente, estudio, etc., aunque se consideren relevantes dentro del texto.

Entonces, ¿por qué se ven tanto en textos jurídicos, administrativos y académicos?

Porque hay convenciones sectoriales que tienen más peso que la norma académica estricta. Por ejemplo, la redacción jurídica o institucional impone una especie de subnorma interna, que busca diferenciar conceptos, entidades o roles clave mediante mayúsculas. No es gramatical, es funcional (y, en muchas ocasiones, inevitable).

Conclusión del día:

Hay textos que no se corrigen, sino que más bien se interpretan, pues no siempre se puede corregir con la norma como bandera. A veces toca hacerlo anteponiendo el contexto.

Así, cuando el texto es jurídico o académico, lo primero que hay que hacer es entender los usos y costumbres del sector antes de enarbolar el boli rojo como si fuera una espada justiciera.

Eso sí: si ves escrito «ciencia» con mayúscula, dale una vuelta. Por si acaso.

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