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Septiembre llega con olor a cuadernos nuevos, agendas por estrenar y un aire de «vuelta a empezar» que casi se siente en las aceras. Para muchos, es el mes del regreso: a la oficina, a la rutina y al ritmo de los plazos. Sin embargo, en nuestro gremio, la historia puede ser distinta.
En agosto, mientras la palabra «vacaciones» inundaba los correos automáticos, numerosos correctores seguíamos ahí. En algunos sectores —el educativo a la cabeza—, agosto no es un paréntesis, sino uno de los meses más fuertes. Manuales, materiales, plataformas digitales… Todo tiene que estar listo para septiembre.
Desde luego, es una imagen curiosa: mientras medio país descansa debajo de una sombrilla, muchos correctores continuamos al pie del cañón con el ventilador apuntando directamente al rostro, corrigiendo un texto que luego leerán miles de estudiantes sin preguntarse nunca quién se ocupó de cada tilde y cada concordancia.
Ese es nuestro sino: si el lector tropieza con una errata, se acuerda de nosotros. Si no lo hace, ni repara en que existimos. Paradójicamente, ahí reside nuestra victoria, pues la invisibilidad no es ausencia, sino eficacia.
Lo que hacemos se parece mucho a la labor de los técnicos de escenario en una obra de teatro. Si la función fluye, nadie se acuerda de ellos. Si una luz se apaga a destiempo, se convierten en protagonistas involuntarios. Así pasa con la corrección: el silencio es la mejor ovación.
A veces, alguien nos suelta una frase que nos lo recuerda directamente. «Qué bien escribe este autor, ¡no he encontrado ni una errata en todo el libro!», me decía una conocida hace poco acerca de una de sus últimas lecturas. Me limité a asentir con discreción, porque el mérito de un corrector es precisamente ese: ayudar a que el texto brille sin robarle el protagonismo al autor.
Lo cierto es que nuestra invisibilidad tiene cierto encanto. Nos permite estar sin que nadie repare en nosotros. Somos los cameos secretos de cada obra publicada. Rara vez aparecemos en la foto final, pero siempre somos parte de la historia.
Por otro lado, volviendo a ese parón de agosto que para muchos no es tal, no podemos olvidar que la mayoría de los correctores somos autónomos. Eso de que como profesionales independientes podemos organizar nuestras vacaciones —y nuestras vidas— como queremos suena de maravilla, pero la realidad es que solemos elegir nuestros descansos en función de cuándo baja la carga de trabajo. La flexibilidad existe, sí, pero está condicionada: agosto puede ser temporada alta en un sector y baja en otro, de modo que la idea de «me voy cuando me apetece» acaba siendo un «me voy cuando puedo».
Así pues, en este septiembre que, con vacaciones recién disfrutadas o sin ellas, sigue sonando a nuevo comienzo, recordemos algo: un buen número de correctores invisibles no se fue a ninguna parte. Algunos tuvieron más trabajo en agosto que en cualquier otro mes; otros aprovecharon para planificar el otoño. Pero, con independencia de cuándo soltemos el boli rojo, si hay algo que nos une es que todos compartimos el mismo objetivo: que el texto llegue limpio, claro y preciso.
