Un texto no se hace solo: la cadena de la edición

Imagen: fauxels (Pexels)

Siempre digo que un texto es —o debería ser— como una carrera de relevos: cada profesional coge el testigo en un momento clave, corre su tramo con todas sus fuerzas y lo pasa al siguiente. Yo, como corrector, estoy en medio de esa pista, pendiente de recibir y entregar sin que se me caiga nada por el camino.

Muchas veces, desde fuera, parece que la historia empieza y termina con el autor. Sin embargo, quienes trabajamos en esta profesión sabemos que un texto es mucho más que la pluma de quien lo escribe. También están la traducción, la maquetación, la edición o la revisión final, entre otras fases, y ahí es donde entramos los correctores: no somos ni los primeros ni los últimos, pero sí imprescindibles para que la cadena no se rompa.

Recuerdo una ocasión en la que me tocó trabajar sobre una novela traducida del checo. El traductor había hecho un trabajo excelente, lleno de matices culturales, pero al llegar a mí, todavía había giros que chirriaban en castellano. Pulí, ajusté y suavicé. Después, al entregar, el editor me llamó para decirme que mis cambios y comentarios le habían ayudado a tomar decisiones sobre cómo presentar a un personaje. Al final, el resultado fue coral: un autor que creó, un traductor que trasladó, un corrector que afinó y un editor que decidió. Ninguno de nosotros brilló por encima del otro; brilló el texto.

Ese es el quid de la cuestión: muchas veces trabajamos en equipo, aunque no siempre nos veamos las caras. A veces mi diálogo es con un traductor al que solo conozco por correo; otras veces, con una maquetadora que me manda pruebas en PDF y, casi siempre, con editores que confían en mí para esa última capa de barniz.

No todo es idílico, claro. Alguna vez he tenido que explicar por qué cambiar una coma no es un capricho o por qué un término debía mantenerse para ser coherente con una obra anterior. Aquí entramos en terreno delicado: la comunicación entre profesionales. Hay editores o gestores de proyectos que parecen temerla, como si las conversaciones entre correctores, traductores o maquetadores fueran un riesgo y no una oportunidad. Con todo, la realidad es que los textos mejoran cuando nos escuchamos y compartimos dudas y criterios.

Esa comunicación no es un lujo, es parte del trabajo. Eso sí, el tiempo que invertimos en explicarnos, coordinar criterios o resolver ambigüedades debe reflejarse también en la tarifa, pues comunicar lleva tiempo y el tiempo, en esta profesión, también es valor.

Al fin de cuentas, el libro, el informe o el manual no serían lo mismo sin cada uno de nosotros. El autor pone la chispa, el traductor la abre al mundo, el maquetador le da cuerpo, el editor decide el enfoque y yo me aseguro de que todo suene como debe, pero todo eso solo funciona de verdad si podemos poner en común nuestros puntos de vista.

Por eso, la próxima vez que alguien diga que el corrector es «el que quita las erratas», pienso dejar muy claro que quienes corregimos somos, entre otras cosas, piezas fundamental de la cadena editorial, además de personas que comunican y necesitan comunicarse. Y esa parte —tan invisible como el resto— también forma parte del trabajo profesional.

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