Foto: Tirachard Kumtanom

He empezado el mes de julio de escapada veraniega en un hotelito costero «con encanto» —aunque el verdadero encanto lo tenía el precio, para qué engañarnos—, con la noble intención de desconectar, leer un poco y dejar que las neuronas se me derritan sin culpa al sol. Pero, claro, una cosa es desconectar y otra, dejar de lado el sexto sentido lingüístico que me caracteriza.

Lo primero que me dio la bienvenida no fue la recepcionista, sino un cartel que anunciaba una «Welcome Drink in our Chill-Out Rooftop Lounge». Llevaba menos de cinco minutos en el hotel y ya me cuestionaba hasta en qué país estaba.

Al día siguiente, en el desayuno, no había tostadas. Había toast. El café era americano (yo lo pedí castellano, pero no coló) y el buffet, aunque libre, estaba lleno de brunch lovers, que según pude comprobar eran señoras con sombrero de rafia y niños haciendo videollamadas o bailes de TikTok a las nueve de la mañana. A todo volumen.

Por la tarde, la actividad estrella estaba anunciada por todas partes: pool party. Pero no una cualquiera: pool party con dress code beachwear y afterwork included. Me vi obligado a buscar el significado de beachwear para saber si mi bañador negro de 2014 era lo bastante digno; no, no lo era. Me dijeron que lo ideal era uno «blanco o color crema, premium». Premium. Me fui a dar un paseo por las tiendas cercanas a ver por cuánto me saldría la broma, sin tener claro si merecía la pena tal salto cualitativo en mi indumentaria playera.

Más tarde, bajé al chiringuito del hotel y pedí una cerveza. Me ofrecieron una craft beer con aroma afrutado, envejecida en barrica de roble. Me senté en la mesa y suspiré. El caso es que estaba deliciosa, pero no pude evitar hacerme algunas preguntas.

Allí, entre cubiertos negros de diseño, palmeras de plástico, amenities diversas y camareros con más idiomas que un diplomático, empecé a plantearme en qué momento pasamos de tomar algo después del trabajo a hacer afterwork, de ponernos el bañador a llevar beachwear o de quedar con amigos a tener una experience.

No me malinterpretéis: los extranjerismos no son el enemigo. Son parte natural de la evolución lingüística. Sin embargo, creo que una cosa es adoptar con sentido y otra, disfrazar al lenguaje solo porque algo está de moda.

En el caso concreto de los anglicismos, hay algunos necesarios, otros tolerables y otros que directamente huelen a paella con chorizo.

Así que aquí sigo. Aún me quedan unos días por estos lares, pero ya estoy echando de menos el café con leche (aquí, si quiero uno de esos, me ponen un latte) y la tostada con aceite, sin toppings. Sigo con mi bañador viejo —que alterno con el blanco premium—, bajo la sombrilla y con un libro que me devuelve a la realidad lingüística que conozco.

No he corregido nada, pero he observado mucho. Porque hay veces en las que, más que enmendar, toca entender cómo cambia la lengua con las modas, el turismo y las ganas de impresionar. Y el verano, con su desfile de extranjerismos y etiquetas cool, es un buen momento para recordar que, aunque las palabras viajen, no todas hacen buena combinación con nuestro fondo de armario gramatical.

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