16 de julio: Día de la Apreciación de la Inteligencia Artificial. ¿En serio?

Foto: Tara Winstead

Volví del hotel con más arena en la maleta que la que dejé en la playa. Cuando llevaba una semana lidiando con cartas de cócteles en spanglish y folletos turísticos que desafiaban ya no las reglas ortográficas, sino la propia lógica discursiva, decidí desconectar (casi) del todo. Iba por buen camino hasta que, al llegar a casa, me enteré de que el 16 de julio fue el Día de la Apreciación de la Inteligencia Artificial.

Sí, hay un día para «apreciar» la inteligencia artificial que se viene celebrando desde 2021. Me entró un sudor frío, como cuando veo un queísmo en la portada de un periódico. ¿De verdad hemos llegado a este punto?

No me malinterpretéis; la IA puede ser muy útil. Puede predecir patrones, optimizar flujos de trabajo, hacer resúmenes y hasta ayudarte a decidir qué ver en la tele. Con todo, a veces da la sensación de que el entusiasmo se nos va de las manos. Que, cuanto más se automatiza, más se nos olvida que quien revisa, matiza, interpreta, cuida y, por supuesto, suministra los textos sigue siendo una persona.

¿Dónde queda el criterio humano cuando se aplaude que una máquina escriba un informe en segundos, aunque en realidad diga cualquier cosa con un formato aparente? ¿Qué papel nos reservan si la consigna es «revísalo rápido, que lo ha hecho la IA y seguro que no hay mucho que tocar»? ¿Convertirnos en una suerte de «aprietabotones» que arreglan lo que una máquina no supo hacer bien?

Disculpadme si me pongo intenso, pero después de toda una vida corrigiendo, me cuesta ver cómo se le otorga más autoridad a un algoritmo que a una mente crítica y entrenada. Y me preocupa aún más que muchos de esos algoritmos estén entrenados con textos que yo mismo corregí.

Por eso, hoy quiero reivindicar la inteligencia sin apellidos:

  • La que detecta una incoherencia lógica más allá de la gramática.
  • La que entiende las ironías y los dobles sentidos.
  • La que capta los matices culturales.
  • La que conversa, interpreta, contextualiza y piensa.
  • La que, en definitiva, convierte un texto meramente correcto en un texto excelente.

Vaya por delante que no soy ningún ludita ni estoy en contra de la inteligencia artificial. Sin embargo, no me pidáis que celebre un mundo en el que los correctores humanos nos volvemos invisibles mientras se glorifica a la máquina que «hizo el trabajo sola». Un mundo en el que celebramos que una máquina junte palabras o construya imágenes con destreza estadística mientras olvidamos que la verdadera creatividad nace de una conciencia que duda, siente y elige.

Por todo ello, si me dais a elegir, me quedo con la inteligencia natural. La que se cultiva con lectura, formación, debates y dudas infinitas.

Porque la inteligencia, amigas y amigos, no está solo en los datos. Está en la capacidad de discernir, de conectar e interpretar con intención. Y eso —por mucho que se perfeccionen los algoritmos— sigue perteneciendo al ámbito de lo humano. Al menos, de momento.

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