Imagen: Sandra:_M_H (Pixabay)
Como viene siendo habitual en los últimos meses, hoy escribo con un supervisor tumbado junto al teclado. Ya lo conocéis: se llama Elipsis y es mi recordatorio de que los textos, como los gatos, no responden bien cuando se los fuerza.
Su talento principal es interrumpir en el momento justo. Cuando corrijo un párrafo de diez líneas y no le he dado a Enter ni una vez, se planta delante de la pantalla como una señal de tráfico y parece querer decirme: «Punto y aparte aquí». Entre sus virtudes, la paciencia; entre las mías, aprender a dejar margen para que las ideas encajen donde deben.
El otro maestro no vive conmigo: su nombre es Señor y nos saludamos en el parque al que suelo bajar a hacer ejercicio. Es un perro educado, grande, con presencia y carisma; de esos que vienen cuando se los llama y se sientan cuando se les pide. Qué queréis que os diga: incluso los signos de puntuación deberían aprender de él. Si me encuentro comas que transmiten nerviosismo y atropello, recuerdo a Señor esperando su galleta y las transformo en lo que deberían ser: apoyos al orden sintáctico, no interrupciones erráticas.
Elipsis, por su parte, parece que tiene un radar para las florituras excesivas. Si hago la vista gorda ante una secuencia como «magnífico, soberbio, único», me tira el boli al suelo o le da un zarpazo al ratón (y, si me descuido, me arrea uno en la mano también). Él prefiere los adjetivos a su imagen y semejanza: perceptibles pero discretos.
Señor me recuerda otra lección en cada encuentro. Él se acerca cuando oye su nombre; si no, permanece impasible o atento a lo que le llame la atención en ese momento. Traduzco eso a oficio: siempre se escribe para alguien y es ante quien debe responder el texto, por lo que resulta fundamental definir el destinatario, el tono y el propósito.
La coherencia la vigilan entre los dos. Elipsis me transmite su disconformidad si empiezo cercano y acabo burocrático: se lava la pata con una dignidad que duele. Señor me recuerda que la claridad en los textos se parece a sus paseos diarios: le gusta saber por dónde va, que el ritmo acompañe y que, cuando se terminan, la sensación que quede sea de satisfacción y calma, no la de no entender qué ha pasado.
Al terminar, practico un ritual que también me recuerda a ellos en cierto modo: la relectura. Elipsis no les quita ojo a los pájaros a través de la ventana y Señor observa su entorno con curiosidad; yo hago lo propio con cada giro textual. Sin prisa, pero con atención plena.
Hoy, Día Mundial de los Animales, brindo por estos dos maestros de la vida. Elipsis me recuerda constantemente que un buen texto respira; Señor, que una buena coma es imprescindible para crea estructura, eso que a él tanto le gusta. Entre ambos han domesticado mis prisas y mis adornos.
Al fin y al cabo, la corrección es eso: observar, comprobar e intervenir cuando toca. Así pues, si alguna vez dudáis cuando os encontráis frente a un texto y no termináis de encontrar la respuesta, acordaos de Elipsis cuando se me acurruca en el regazo: a veces, la mejor corrección implica dejar que el texto repose y retomar la actividad más tarde (eso sí, con las uñas guardadas).
