Imagen: Luis Ribeiro (Pexels)
Esta semana, Madrid huele a claveles, rosquillas y nostalgia. Las celebraciones de San Isidro lo llenan todo de mantones, organillos y pasodobles, y uno —que tiene el corazón gato y castizo— no puede evitar emocionarse. Aun así, mientras los chulapos se anudan la faja, yo me ato la capa. Porque si algo tengo claro es que, tanto en la pradera como en la pantalla, el buen uso del idioma no descansa.
Por otra parte, este sábado 17 también celebramos el Día de Internet, ese mundo paralelo donde las palabras viajan más rápido de lo que tarda uno en comerse un barquillo y tropiezan más que un perro con alpargatas.
Sin embargo, no reniego de la aldea global. Me niego a ser ese gruñón que idealiza lo antiguo y demoniza lo nuevo. Porque también hay belleza en un hilo de Twitter bien escrito, en una publicación de Instagram con ortografía digna y en ese correo inesperado que, de tanto mimo con que está redactado, parece más bien una carta de amor por lo bien hecho.
Además, no nos engañemos: Internet es toda una fuente de superpoderes. ¿Consultas lingüísticas en tiempo real? ¿Diccionarios, corpus y guías de estilo a golpe de clic? Antes hacían falta tres estanterías —que, como bien sabéis, mantengo—; ahora, una pestaña abierta. Eso sí, entre glosarios útiles también se cuelan las sirenas del despiste: las redes sociales, el bombardeo de correos, los vídeos de gatitos y los tutoriales para aprender croché que encuentras justo cuando estás intentando revisar un contrato. El peligro está ahí, pero, como todo lo poderoso, es un aliado insustituible cuando se usa bien.
Lo castizo y lo virtual no tienen por qué enfrentarse: pueden bailar un chotis perfectamente sincronizado si se respeta la música del idioma.
La tradición nos recuerda de dónde venimos; la tecnología, hacia dónde vamos. Yo decido situarme en medio, espada (o más bien bolígrafo rojo) en mano, para recordarle al mundo que no hay modernidad sin cuidado ni modernización sin corrección.
En suma: entre el mantón y el router, me quedo con ambos. Pero, eso sí, si alguien me saluda con un «ola» sin h en WhatsApp, se lo corregiré aunque esté brindando con un vermú.
Porque la verdadera revolución no está solo en las redes o en la inteligencia artificial. Está en escribir bien cuando nadie te obliga, en puntuar con elegancia aunque tengas prisa y en amar las palabras como se disfrutan las verbenas: con alegría, pero también con respeto.
Y recuerda: la fiesta pasa, pero la errata queda.