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«Confucio fue uno de que inventó (sic) la confusión».

Así lo dijo, sin despeinarse, aquella modelo panameña que pasaría a la posteridad con una sola frase. No obstante, aunque la confusión no la inventó Confucio, la confusión lingüística nos acompaña desde que aprendemos a escribir.

Que la lengua tiene sus trampas es algo que los correctores sabemos de sobra. Algunas las vemos venir de lejos, como esos «Haber si nos vemos» que me llegan a veces por WhatsApp y me taladran la pupila sin pretenderlo. Otras se ocultan con algo más de habilidad, como pasa con el exceso de adverbios terminados en –mente en un mismo párrafo. Con todo, hay un tipo de error especialmente escurridizo: esas palabras o expresiones que se pronuncian igual, se escriben casi igual y muchas veces se usan como si fueran intercambiables, aunque no lo sean. Y, como divulgar, compartir y contagiar la curiosidad por la buena ortografía es algo que me encanta, hoy estoy haciendo precisamente eso.

Una de las confusiones más frecuentes —y más llamativas para los que vivimos entre textos— es la de sobre todo y sobretodo. La primera es una locución adverbial que usamos para señalar lo principal (de hecho, puede intercambiarse por especialmente): «Me encanta tu trabajo, sobre todo cuando revisas a fondo». La segunda es una prenda que probablemente vive en el armario de algún personaje de Galdós si estás en España; sin embargo, en Latinoamérica, el término se sigue usando para referirse a un abrigo o prenda impermeable. Así pues, recuerda: si no te lo puedes poner encima, probablemente se escribe separado.

La cosa se complica con a parte y aparte. La primera hace referencia a una porción: «Dejé a parte del equipo sin convocar». La segunda, aparte, es un adverbio que nos permite separar ideas, personas o incluso sentimientos: «Quiero hablarlo aparte». En teatro, funciona como sustantivo si se refiere al parlamento de un personaje que habla consigo mismo. En resumen: si puedes decir «por separado», va junto. Si puedes decir «a una parte de», va separado.

No obstante, si hay un dúo que da dolores de cabeza como el que más, ese es si no y sino. Por un lado, si no (separado) introduce una condición negativa: «Si no estudias, no apruebas». En cambio, sino (junto) puede funcionar como conjunción adversativa («No quiero café, sino té») o como sustantivo. Sí, como sustantivo, porque sino también significa ‘destino’. Y no cualquier destino: uno con tintes trágicos, inevitables, casi literarios. Recordemos si no a Don Álvaro o la fuerza del sino, magnífica obra del Duque de Rivas, en la que el protagonista cargaba con un porvenir maldito que no había corrector que salvara. También se puede decir, por ejemplo, que «su sino era corregir eternamente manuscritos ajenos sin reconocimiento». Es decir, una condena de tintes casi épicos. O una vocación, según se mire.

Incluso los modelos más avanzados de IA generativa tropiezan con estas confusiones. ¿Por qué? Porque no entienden el lenguaje: lo imitan. No reflexionan, no contextualizan y no toman decisiones conscientes; se limitan a reproducir patrones a partir de los textos con los que se los ha entrenado. Y, si en esa materia prima hay errores —y los hay—, tenderán a reproducirlos. Por eso, la corrección no es solo una cuestión de norma: requiere interpretación, intención y estilo. Esa mirada humana que sabe cuándo algo está bien escrito y cuándo simplemente lo parece.

En suma, aunque te dediques a la lengua y te rodees de gramáticas y diccionarios todo el tiempo, no hay que dar nada por sentado, pues todos podemos fallar. Si es que ya lo decía Confucio: «Saber que se sabe lo que se sabe y que no se sabe lo que no se sabe; he aquí el verdadero saber». Lo importante es dudar, consultar, aclarar y, si hace falta, volver a empezar. Al fin y al cabo, corregir no debería ser una cuestión de ego, sino de sentido: el del texto y, desde luego, el común.

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