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Hoy, 11 de junio, se celebra el Día Internacional del Juego, una efeméride que nos recuerda el valor del juego como parte fundamental del desarrollo humano no solo en la infancia, sino también en la vida adulta. Al fin y al cabo, jugar es aprender, explorar, imaginar y potenciar habilidades, entre otras muchas cosas.

Quienes corregimos a diario sabemos que hay algo profundamente lúdico en el acto de enfrentarse a un texto ajeno con ojos de águila, bolígrafo rojo (o control de cambios) en mano. Por eso, aunque parezca una provocación decirlo así, corregir puede ser también una forma de juego; eso sí, uno que ha de tomarse muy en serio.

Cada texto, una partida

Corregir no es solo detectar fallos (o, como se suele decir habitualmente, «cazar erratas»): es trazar y seguir estrategias. Se trata de comprender qué quiere decir el autor incluso cuando no lo dice con claridad. Implica hilar fino entre lo correcto y lo pertinente, entre lo normativo y lo estilístico, y entre lo aceptable y lo brillante.

A veces nos sentimos como en una partida de ajedrez: cada decisión cuenta. Cambias un conector aquí y, tres frases después, aparece un problema de concordancia. ¿Lo anticipaste? ¿Lo provocaste sin querer? ¿Lo resolviste sin sacrificar el tono?

O como en una mesa de dominó, buscando la ficha perfecta que encaje con lo anterior y lo siguiente. Porque corregir no es poner puntos sueltos, sino encadenar sentido.

Otras veces es puro Scrabble emocional: ¿se admite esa palabra? ¿Conviene mantener ese cultismo porque le da al texto personalidad, o es mejor reemplazarlo para no confundir al lector?

Y por supuesto, está el componente de escape room: encontrar el error oculto; esa palabra que parece bien escrita, pero está mal usada; esa frase gramaticalmente correcta que, sin embargo, no aporta nada. Cada corrección es una llave que conduce a un texto mejorado.

Jugar no significa improvisar

Aun así, tengo que lanzar una advertencia: que sepamos disfrutar de lo que hacemos no significa que estemos jugando con los textos. Jugar no es improvisar. No es banalizar. Jugar, en este caso, es profesionalizar el placer de mejorar un texto, porque para «jugar bien» a corregir, hace falta formación, experiencia, conocimientos técnicos, actualización constante, capacidad de análisis y, sobre todo, criterio lingüístico.

Hay un gozo legítimo —y necesario, para qué negarlo— en ver cómo una frase ambigua gana en claridad, cómo un párrafo desordenado encuentra su ritmo o cómo un texto plagado de ruido se convierte en una voz nítida. Ese disfrute es parte de lo que nos mantiene alerta, motivados y orgullosos del trabajo bien hecho. Así pues, no jugamos a corregir. Corregimos con oficio y, precisamente por eso, podemos llegar a disfrutarlo.

Un oficio que no se improvisa

En un mundo donde la corrección se infravalora, donde abundan las prisas, los recortes y las automatizaciones, vale la pena recordar que nuestro trabajo no consiste en jugar con las palabras, sino en jugarnos el tipo por ellas.

Nos formamos durante años para saber detectar lo que otros no ven; nos enfrentamos a textos densos, técnicos, creativos o apresurados y nos convertimos —al menos durante un rato— en la conciencia lingüística de quien escribe.

Corregir no es entretenerse. Es comprometerse. Si lo hacemos con pasión y con un toque de humor, no es porque lo tomemos a la ligera; es porque lo tomamos tan en serio que hemos aprendido a disfrutarlo.

Por todo esto, en este Día Internacional del Juego, reivindico el placer profesional de corregir con criterio, con respeto y, por qué no, con algo de picardía lúdica.

Porque no jugamos con las palabras, pero sí sabemos jugar entre ellas.

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