Otro año más, llego a la cena de Nochebuena con una promesa firme: disfrutar, comer tranquilo y no corregir a nadie en voz alta. Ni siquiera a mi cuñado, que cree saber de todo y no duda en sentar cátedra incluso sobre ortografía, aun sabiendo que no solo es mi fuerte, sino lo que me da de comer.
Su despliegue verborreico empieza por la palabra Nochebuena.
—Yo lo escribo separado, que así se entiende mejor lo buena que es esta noche, ¡ja, ja, ja! ¿O no, cuñado?
Se entiende, sí, pero se prefiere todo junto. Y lo mismo ocurre con Nochevieja. Por muy festiva que sea la noche, mejor junto que separado. Aun así, me encojo de hombros, sonrío y me como un canapé de un bocado.
Lo siguiente que surge es la conversación sobre los Reyes Magos y, cómo no, decide sacar a relucir de nuevo su opinión (que no es lo mismo que conocimiento, pero, eh, quién soy yo para llevarle la contraria a mi cuñado cuando se empeña en personificar la definición de necio). Aquí no hay margen para la discusión: se escriben con mayúscula inicial porque nos referimos a personajes concretos, no a reyes cualesquiera ni a magos genéricos. Mi cuñado, a pesar de todo, es capaz de desafiar ya no solo la ortografía, sino la lógica del lenguaje: dice que él prefiere escribir Reyes Majos, porque para él son majísimos. Me meto otro langostino en la boca y pienso que hasta Juan Ramón Jiménez se revolvería en su tumba.
Cómo no, la velada no puede terminar sin que mi cuñado comparta su criterio sobre las fórmulas de felicitación.
—Yo siempre pongo Felices Fiestas, en mayúscula, que queda más bonito.
No. Las fórmulas de felicitación como felices fiestas solo llevan mayúscula inicial cuando corresponde por contexto o cuando funcionan como título. Escribirlo todo en mayúsculas no transmite más cariño ni importancia; solo desconocimiento.
Esta vez, recurro al turrón de chocolate y acabo masticando a dos carrillos hasta que parezco más un hámster que un señor.
Os preguntaréis por qué no corrijo a mi cuñado; sencillamente, porque no se puede corregir lo incorregible. Soy de la opinión de que elegir las batallas también forma parte del oficio. Saber cuándo intervenir y cuándo dejar pasar algo no resta valor a la ortografía ni a nuestro trabajo; al contrario, demuestra criterio, pues corregir no consiste en ganar discusiones en la sobremesa, sino en cuidar los textos cuando toca, en el lugar adecuado y con un propósito claro.
A veces, el verdadero milagro ortográfico es disfrutar de la cena y seguir creyendo —muy firmemente— que las palabras merecen atención y que la forma importa tanto como el fondo. Aunque esa noche optemos por no decir nada.
Felices fiestas. Así, sin más mayúsculas que las necesarias.
