El corrector detective

Imagen: cottonbro studio (Pexels)

Cuando me preguntan si corregir textos es aburrido, sonrío: no saben que en esta profesión uno llega a sentirse como un auténtico detective. No llevo gabardina ni pipa (aunque el café nunca falta), pero sí tengo un olfato entrenado para detectar incongruencias, contradicciones o detalles que chirrían.

Eso sí, conviene dejar algo claro: la corrección de concepto no es parte de nuestro trabajo, a priori al menos. Esta tarea consiste en verificar si lo que dice el autor es cierto desde el punto de vista factual (por ejemplo, si una fecha histórica está bien o si un invento existía en la época que menciona el texto). Ese papel suele corresponder al editor o a una persona especializada en la materia, no al corrector.

Otra cosa es que, por deferencia y profesionalidad, decidamos señalar alguna incoherencia que detectemos. Por ejemplo, recuerdo un encargo en el que un personaje desayunaba a las seis de la mañana y, dos páginas después, hablaba de que se levantaba a las siete. Por supuesto, se lo hice saber al autor, que agradeció mucho mi comentario, pero eso no convierte nuestro trabajo en una auditoría de datos. Somos correctores, no enciclopedias andantes.

Donde sí ejercemos de detectives es en la investigación lingüística. Ahí tenemos toda una biblioteca como aliada: Martínez de Sousa, el Diccionario panhispánico de dudas de la RAE, el Diccionario de dudas y dificultades del español de Manuel Seco, los recursos de Cosnautas… Cada obra es como una lupa distinta con la que examinar el texto y, a veces, las soluciones propuestas no coinciden; entonces toca hilar fino, contrastar y, sobre todo, aplicar criterio para tomar decisiones bien fundamentadas.

En ese terreno, el trabajo llega a asemejarse al de un híbrido entre investigador y jurista de la lengua: seguimos pistas, buscamos precedentes, consultamos jurisprudencia lingüística en distintas autoridades y, finalmente, emitimos un veredicto. El lector nunca lo sabrá, pero la lectura resultará más clara y precisa gracias a ese trabajo invisible.

Al final, cuando un texto llega al lector y la lectura se produce sin contratiempos ni extrañezas, nadie sospecha que alguien se dedicó a consultar fuentes, contrastar normas y seguir pistas invisibles. Desde luego, así debe ser: los mejores detectives son los que resuelven el caso sin llamar la atención.

Con todo, reconozco que, cuando me paso media tarde contrastando lo que dice Sousa con lo que recomienda la RAE, me siento todo un Justi Holmes. Y qué queréis que os diga: tiene su encanto.

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